Parece increíble lo que puede llegar a trastornar, en algunos momentos, su presencia en nuestra confiada existencia. Por lo menos, en la mía. Es lo que peor soporto de esta época del año, incluido el pegajoso calor mediterráneo. Me estoy refiriendo a los mosquitos "caseros".
Irrumpen sobre mi cuerpo serrano en las mejores horas. Unas veces, cuando entregada en los brazos de Morfeo disfruto de un reconfortante descanso. Y es cuando más me molestan. Hay noches que anuncian su visita con el clásico zumbido que llega a despertarme. De un salto, enciendo la luz de la alcoba y, armada con el spray de insecticida, me dedico con vehemencia a darle su merecido y no cejo en el empeño hasta que, localizado, lo envuelvo en una nube tóxica que le lleva directamente a su paraíso. Lo peor es cuando ya me despierta el picor del bocado sufrido-porque no pican, muerden-os lo aseguro. El ritual es casi como el anterior pero, primero, me dedico a embadurnar la caricia del cagachín con una crema calmante que procuro nunca falte en mi mesilla de noche. Estos hechos suelen acontecer de madrugada y a partir de ahí, la vigilia casi está asegurada. La guinda suele ponerla mi esposo, quien medio durmiendo y casi ininteligiblemente se asoma entre las sábanas para pronunciar la frase que más me exaspera en esas circunstancias:
-¿Es que hay algún mosquito?
-Pues mira, no. Estaba aburrida y me ha dado por ensayar unos pasos de baile.
Como a él no le pican...
Otras veces, cuando en la tranquilidad de la noche me dedico a leer o a escribir, con una música de fondo, suave, osan acribillarme las piernas rompiendo el encanto del momento. Y todo esto, a pesar de tener aparatos de esos eléctricos de varías las clases, en cada una de las estancias que ocupamos.
Lo curioso de la historia es que me he dedicado a investigar sobre mi enemigo para ver la forma de vencerlo y ha sido peor. Mi sorpresa ha sido mayúscula cuando he conocido que quien me "pica" no es él, si no ella. Es la hembra la que, a través de su trompa fina y alargada, armada interiormente de un aguijón, extrae la sangre de los mamíferos, de la que obtiene las proteínas que necesita para el desarrollo de los huevos. Puede llegar a poner hasta 200 de ellos en su corta vida que alcanza-como mucho- a 15 días. Pocos días, desde luego, pero bien aprovechados. Según mis informaciones, hacia el atardecer, los mosquitos machos se reunen en enjambres y esperan con entusiasmo la visita de las hembras para copular. Las muy espabiladas, no se conforman con uno, ya que se montan la fiesta con varios de ellos. Y claro, pasa lo que pasa.
Tras una ingesta de sangre, la hembra reposa unos días mientras los huevos se desarrollan con los nutrientes extraídos, hasta que están lo suficientemente desarrollados para ser depositados. En unos diez o catorce días, los nuevos mosquitos serán adultos y podrán pulular a sus anchas. Mientras ellas reposan, los machos-que sólo viven siete días- (no me extraña), se dedican a alimentarse de néctar. Para reponerse, digo yo.
Y claro, desde que sé todo esto, cuando de madrugada me despierta el aguijón de una de estas lagartonas, enseguida pienso lo bien que se lo ha pasado visitando el enjambre y como consecuencia, necesitando mis proteínas, y ¿para qué engañaros? me acuerdo hasta de Noé. ¿Qué falta haría que metiera una parejita de estos molestos insectos en su famosa arca? Con lo bien que les hubiera venido aquel diluvio universal. Seguro que a él no llegaron a picarle
.
Hay otras palabras para referirse al mosquito que tienen su chispa: Violero (desde luego violan la tranquilidad de sus víctimas), cagarropa (pueden clavar su aguijón a través de los tejidos), cenzalino de trompetilla (sobre todo) y la más chocante, culícido (sin comentario)
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Para terminar, deciros que me marcho en cuanto cuelgue mi relato a comprar unos aparatos que me han asegurado que son muy eficaces. Unos ahuyentadores de mosquitos por ultrasonidos. A ver si tengo suerte y los aleja de mis proteínas, por lo menos, hasta el Sudeste de Asia, que es de dónde proceden...
Maat