Tenia pendiente, desde hacia varios meses, una visita fugaz por uno de los quirófanos de mi centro hospitalario. Debía someterme a una cirugía menor y esperaba con cierto recelo el día de la cita. La semana pasada, entregada placenteramente en brazos de Morfeo a eso de las ocho y diez de la mañana, el impertinente timbre de mi teléfono me despertó sobresaltada. Al otro lado, una agradable voz masculina se interesó por mi persona. Me citaba para el Viernes 13, a las 16,30 en la segunda planta del citado hospital.
La primera intención fue contestarle que un oeuf iba yo a pasar por el quirófano un viernes 13. Pero el estar adormilada todavía y esa cálida voz, me restaron fuerzas para hacerlo y, simplemente, me limité a darle las gracias por el aviso...
Solo pasaban diez minutos de la hora prevista cuando una señorita vestida de azul-como la muñeca de la canción-me llamó a capítulo. Junto a mi, dos personas más: una chica muy joven y Pilar, una señora que acababa de cumplir los 70 y que entró del brazo de su paciente esposo. En un pequeño vestíbulo nos aprovisionaron de un gorro, una especie de peucos verdes y un estrafalario deshabille azul obscuro. Nuestra ropa, debía quedarse en sendos diminutos armarios dispuestos al efecto. Cuando salí de mi vestuario y me encontré de frente con Pilar no pude reprimir una carcajada.
-¡Madredelamorhermoso que pinta tenemos! - exclamé.
Al verme y escucharme, Pilar asintió sonriente.
Esperamos unos minutos al celador que nos tenía que acompañar hasta el quirófano. Pilar, de nuevo enlazada al brazo de su esposo, ahora con más fuerza, le detallaba sus temores. Afortunadamente, nuestro lazarillo no tardó demasiado en llegar.
-Los acompañantes no pueden pasar de aquí. Ya saldrá el cirujano a hablar con ustedes después de las intervenciones, precisó.
El marido de Pilar, insistió en acompañar a su esposa hasta las mismas puertas del quirófano.
-Si estoy con ella, es más valiente, adujo.
Pero las normas eran las normas...y el celador iba a facilitarnos su cumplimiento. Faltaría más.
Mi nueva compañera de fatigas hospitalarias no se lo pensó dos veces y rauda y veloz me pidió con total sencillez que le dejara cogerse de mi brazo.
-No se andar descalza y menos con estos peucos. Igual me caigo y con usted estoy más segura.
Le ofrecí mi brazo y se engarzó con fuerza.
Así es que allá íbamos las dos, por unos pasillos interminables, detrás de un joven moreno que de vez en cuando se volvía a mirarnos y nos empujaba con la vista. En sus manos, unas hojas con muchos nombres más. Le quedaban tropocientos viajes que realizar aún a lo largo de la tarde. Estaba agobiado. Las de las pantuflas verdes no dábamos para más.
Nos dejó en la antesala de los quirófanos. Ambas íbamos al 3. La enfermera encargada de esa zona, nos aparcó en dos sillas colocadas al lado de una camilla donde se encontraba un paciente al que estaban preparando para una operación de cierta importancia en su cerebro.
Unidas por el desamparo que se siente en esas circunstancias, comenzamos a contarnos nuestros motivos de la visitas a ese lugar. Luego, Pilar me habló de su esposo, de lo nervioso que estaría en la sala de espera, de lo que le quería, de la falta que le hacia y de lo ilusionados que estaban porque iban a celebrar sus 50 años de casados.
Pilar entró al quirófano antes que yo. Sin nadie con quien conversar, no pude evitar el escuchar la conversación que, prácticamente a nuestro lado, mantenía la enfermera de la zona con una compañera. Con todo lujo de detalles narraba la operación de un enfermo de Parkinson desde el mismísimo momento en que le "cortaban" un pedazo de la corteza craneal...Un ligero cosquilleo comenzó a subirme por las piernas y aumentaba de temperatura cuando alcanzaba mi cabeza. Comencé a preocuparme por mi vecino, el de la camilla, que intentaba evadirse manteniendo los ojos cerrados, quizá para no escucharlas...
En un momento dado, la locuaz -e impertinente- parlera se acordó de que yo aún estaba allí sentada y volviéndose hacia mí me apostilló:
-¿Tienes frio?
El aire acondicionado en esos lugares está demasiado fuerte y la vestimenta que lucíamos era para coger una buena pulmonía...
-¿Frío yo?, contesté. ¡Que va! El tema de la conversación que tenéis me ha subido la temperatura, calculo que, para tres meses como mínimo.
Captó el mensaje, se disculpó y movió el trasero hacia una mesa en la que varios papeles esperaban que los pusieran en orden. A Dios gracias.
El silencio reinante lo interrumpió una joven rubia, de ojos azules y de aspecto angelical que hizo una llamativa entrada en la estancia, ataviada con el atuendo propio de quirófano.
-Os tengo dicho que cuando entréis a uno, el otro ya esté aquí... (Colegí que uno y otro éramos nosotros, los trémulos pacientes)
-Eso, a veces, es imposible, solo tenemos un celador, contestó la enmudecida parlanchina.
-No es mi problema. Procura que se haga como te digo.
Rogué al cielo que ese angelito no fuera mi cirujana. Y, por fortuna, el cielo me escuchó.
Pilar y yo volvíamos a estar juntas esperando de nuevo a nuestro lazarillo. Ahora ya no íbamos a volver cogidas del brazo. Por precaución, teníamos que hacer el viaje de vuelta en esas castigadas sillas de ruedas del hospital. El trance del quirófano hay a quien le deja un poco con los pasos vacilantes. Y eso me ocurrió a mi. La anestesista no calculó bien el tiempo de la cirujana y se quedó corta con su pócima. A pesar de mi advertencia, la última parte de la intervención la sufrí en vivo. Muy en vivo.
-Aguanta, bonica, que ya acabamos..., me susurró una de ellas.
¡Inepta! ¡Necia! ¡Mema! ¡Zoquete! le contesté para mis adentros, en una angustiosa letanía que, en algo, me reconfortaba. Yo misma me sorprendí de la riqueza del vocabulario de "mi disco duro". Estuve en un tris de pasar ya a dedicarle los fuertes epítetos de campo de fútbol. Pero, por fin, termino de dar puntadas.
Coincidí con Pilar de nuevo en la puerta de los vestuarios. Cogida del brazo de su esposo, le relataba sus peripecias en el quirófano número tres, mientras se dejaba guiar hacia el pequeño habitáculo donde esperaba su ropa. La pesadilla había terminado y, en cuanto nos dieran el parte de alta, nos podíamos marchar a casa.
-Ahora salte, Antonio. Voy a vestirme y ya sabes que no me gusta que me veas...
En el compartimento contiguo escuché la orden suplicante de Pilar. No pude menos que sonreír. A punto de celebrar sus bodas de oro y no permite que la vea vestirse.
Los vi alejarse sonrientes con su parte de alta en la mano. Si, claro, marchaban cogidos del brazo. Y recordé lo que hacia muy poco Pilar me había contado a las puertas del quirófano: lo que amaba a su esposo y la falta que se hacían. Sin duda, la receta con la que han condimentado su vida matrimonial, ha sido todo un éxito.
Esta crónica de los hechos ya me ha quedado demasiado larga. Mis disculpas. Podría añadir un buen pedazo más, Podría contaros que mi parte de alta se demoró porque yo, "no aparecía" en el ordenador. Esa tarde, yo no había estado allí, a pesar de llevar siete puntos de sotura en mi cuero cabelludo. En el mostrador del dispensador de gorros y peucos verdes, languidecía un parte de alta a nombre de una tal Adelaida, a quien le habían hecho lo mismo que a mi. Solo que "ella", no estaba en el hospital.
Tuvieron que administrarme un calmante. Y cuando ya iba a formular la correspondiente queja en atención al paciente, la cirujana de guardia me facilitó mi parte de alta y pude marcharme a casa.
Me lamenté de no haber pedido al de la voz cálida que me cambiara la fecha. ¿Qué podía esperar de un viernes 13?
Lupe