Tan
solo hace unos días que la conocí. Ignoro su nombre, por eso le he adjudicado
uno: Esperanza. Para elegirlo, me he inspirado en las funestas perspectivas
que, a día de hoy, su vida ofrece.
Esperanza
es una gorrilla. Desarrolla su «actividad» en una zona céntrica de la ciudad.
Mi asistencia a un interesante cursillo sobre plantas aromáticas, me llevó a
tener que aparcar en su zona varias tardes. Desde el primer momento me fijé en
ella. La pantomima que utilizaba para ofrecer un hueco libre a los automovilistas,
captó mi atención de inmediato. Los vistosos pingos que cubrían su enjuto
cuerpo, más.
Esa
tarde, Esperanza dirigía con mucho interés mi maniobra de aparcamiento. Más
pendiente de sus manoteos que de mi coche, me acerqué demasiado a la acera y un
rascón con el bordillo me hizo temer lo peor. Bajé a comprobar el posible daño
causado a la rueda delantera.
-¿Te
ha ocurrido algo? ¿Puedo ayudarte? Ambas preguntas me descolocaron. «Ella» me
ofrecía ayuda…A mí…
Me
volví a mirarla. Unos ojos chispeantes esperaban respuesta. Les acompañaba una
sonrisa que ponía al descubierto varios restos de dientes ennegrecidos en el
marco de un rostro ajado prematuramente. Su aliento denotaba con generosidad su
más reciente ingesta.
Algo
me movió a quedarme a su lado e interesarme un poco por su vida.
En
un corto espacio de tiempo, supe que Esperanza malvive en los bancos de esa
plazoleta, cuyo edificio principal es una antigua Iglesia. Le acompañan cuatro
hombres con los que comparte sus horas y desdichas. Juntos, acuden asiduamente
a comer a la Casade la Caridad,
pero ese día, no le habían dejado pasar al comedor porque olía a alcohol.
-Las
normas hay que cumplirlas, balbuceé…Y allí, con ese tema, sabes que son muy
estrictos. Es por vuestro bien.
-Pero
necesitamos calentarnos, pasamos mucho frío en la calle, me argumentó con un persuasivo
mohin en su cara.
Pernoctan
al raso, entre cartones, en un callejón próximo y de donde me comenta que los
echa cada mañana la policía local a eso de las siete de la mañana.
A
mi pregunta de si tiene familia, responde hablando de su «chico», a la vez que
dirige mi atención hacia el banco donde parlotean cuatro hombres indiferentes a nuestra conversación. Y de nuevo
sonríe.
-Es
muy bueno. Se porta muy bien conmigo, apostilla.
-También
tengo una hija. Pero está muy lejos. En Francia. Vive con su padre y, aunque no
la puedo ver, me comunico de vez en cuando con ella por Faceebok.
Mi
sorpresa, a esta altura de la conversación, fue mayúscula.
-¿Por
Faceebok?, le pregunto malpensando que se estaba quedando conmigo…
-Sí,
claro. Tiene una cuenta abierta solo para mi. Y cuando el día se me ha dado
bien, me voy guardando dinero para acudir al locutorio por lo menos dos veces
al mes. Me alegro tanto de saber de ella…
Acto
seguido me preguntó si yo tenía cuenta en Facebook para poder comunicarse de
vez en cuando conmigo. Le argumenté que cuando saliera de clase, tomaría nota
de su cuenta.
Eché
mano al fondo del bolsillo de mi chaquetón y le entregué las monedas que tenía
destinadas para pagar al Exmo. Ayuntamiento mi estancia en la zona azul. Un
escalofrío recorrió mi cuerpo al ver el estado de las manos de Esperanza.
Resecas, enrojecidas, preñadas de pupas y arrugas, y tremendamente
esqueléticas. Debajo de sus largas y enlutadas uñas se podían sembrar patatas…
Al
ver las monedas que deposité en la palma de su mano, se emocionó y me preguntó
si podía darme un abrazo. No me dio tiempo a responder. En un santiamén, me vi
rodeada por sus débiles y descarnados
brazos que, aun así, me apretaron con fuerza a la vez que un sonoro beso se
estampaba en mi mejilla.
La
vi alejarse contenta al encuentro con su chico.
Lo
primero que hizo fue mostrarle su mano con las monedas que yo le había
entregado. (Y fueron pocas, las que solemos pagar en un parking) Después, de un
salto, se sentó a horcajadas sobre él , rodeó su cuello y se fundieron en un interminable beso.
Me he acordado varias veces de Esperanza. Pero sobre todo, me he acordado de sus manos, testigos fehacientes de la clase de vida que ha elegido...¿O no?
LUPE