Cecilia, aprovechando el sustancioso puente de Todos los Santos, acababa de llegar a su pueblo natal para visitar a sus padres. Cada vez que pisaba aquellas empedradas calles, venían a su mente los buenos ratos que, por ellas, pasó de niña correteando y jugando con su pandilla de amigos . Se sentía feliz tan solo con respirar el aire puro que envolvía aquel pequeño y pintoresco pueblo rodeado de frondosos bosques.
Como cada primero de Noviembre, su madre tenía colocadas en un sitio preferente del comedor, la foto de su abuela y la vela que, toda la noche, iba a hacerle compañía. Apenas se atrevió a fijar sus ojos en aquel viejo retrato. Aún le recorría un punzante escalofrío por el cuerpo cuando lo veía.
El día había sido agotador, el viaje, las visitas, los saludos...Se despidió de sus padres en el momento que su madre comenzó con las plegarias por los familiares que "se habían ido." Pero esta vez, ella no le acompañó. El cansancio se reflejaba en su rostro y se dirigió a su habitación en busca de un buen sueño reparador.
Tumbada en la mullida cama, hizo un esfuerzo para que los reflejos de la vela que ardía en memoria de su abuela y que se colaban por debajo de la puerta, no la inquietaran .. Fue recorriendo con la vista, poco a poco, cada rincón de la estancia. Todo estaba tal y como ella lo había dejado el día en que marchó a la ciudad para comenzar su carrera universitaria. Las toscas paredes pintadas de aquel blanco roto, las vigas de madera que cubrían el alto techo y que con el tiempo habían adquirido un sobrio color miel, la vieja ventana, donde Arturo le echaba las piedrecillas para que ella se asomara y bajara a jugar con él a la calle, el vetusto armario marrón, en el que el espejo de sus puertas prácticamente había quedado escondido detrás de aquellas desbordadas manchas amarillentas...
Imposible conciliar el sueño. Se imaginaba lo que estaba pasando en esos momentos a escasos metros de su habitación y no pudo evitar comparar la escena con lo que, en años anteriores, había sido para ella una verdadera pesadilla.
Recordaba cuando era niña, como su madre, tal noche como la de ese día, comenzaba con el ritual que a ella le helaba la sangre. El retrato de la abuela, la luz de la vela, las plegarias...Nunca entendió que hicieran falta aquellas pequeñas oraciones para librar de algo malo, a una persona tan buena como lo había sido su abuela y que, desde el más allá, las necesitaba. Jamás hizo ningún comentario al respecto, pero al lado de su madre, sufría de mirar el rostro retratado de aquella mujer, que gracias a los movimientos de la luz de la vela, parecía querer hablarle. Le impresionaban sobre todo sus ojos, ya que le hacia el efecto de que quisieran decirle algo, y ella hacia todo lo posible por evitar encontrarse con ellos.
Con esos recuerdos, entró en un sueño profundo. Una ligera brisa le despertó. Extrañada, miró hacia la ventana y, con extrañeza comprobó que estaba cerrada. Entonces, ¿de dónde venía esa especie de aire helado que inundó la habitación...? Por un momento pensó que estaba soñando, pero una frase pronunciada con cierta rotundidad retumbó en las paredes de la habitación:
-¡Cumple la promesa! ¡Cumple la promesa!
Se incorporó en la cama y, cuando iba a encender la luz para asegurarse que no era un mal sueño, aterrada, vio la imagen de su abuela reflejada en el desgastado espejo del armario, quien con gesto suplicante volvió a repetir:
-¡Cumple la promesa! ¡Cumple la promesa!
Saltó de la cama despavorida. A duras penas, pudo contarle a su madre lo que acababa de ocurrirle. La mujer, incrédula, corrió a la habitación de su hija para comprobar lo sucedido. La imagen del espejo había desaparecido. Ya no se escuchaba la voz suplicante de la anciana muerta. Pero el ambiente era gélido. Y hubo algo que la hizo estremecerse. El aroma a ancianidad de su madre, había quedado flotando en el ambiente.
Pronto comprendió lo ocurrido. Recordó cuando nació Cecilia y lo grave que había estado después de un complicado parto. La abuela de la niña, Aparición, hizo una promesa a la patrona de su pueblo. Si la niña se salvaba, subiría los peldaños del Monasterio del pueblo, arrodillada. Era una práctica habitual entre los feligreses de la zona. Pero a Aparición, con los años, se le había olvidado cumplir dicha promesa.
Y este año, en la noche de los Difuntos, y siendo el primer año en el que Cecilia era mayor de edad, le había hecho saber que, desde el más allá, necesitaba que esa promesa se cumpliera.
Aún no había salido el sol, madre e hija subían arrodilladas los 89 escalones que conducían hasta el portalón del Monasterio donde se veneraba la imagen de la patrona del pueblo.
Abrazadas y, entre lágrimas, Cecilia escuchó el susurro que su madre le hacia emocionada:
Ahora, la abuela, ya ha entrado en el cielo.
Lupe
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TERESA
P.D. Tan solo añadiros que el fondo del relato, la historia de Aparición, tiene algo de cierto. Ocurrió dos generaciones anteriores a la mía, en la rama materna, allá por tierras extremeñas...