Una semana más, me reitero en que esto de los "jueves" es fascinante. Cuando leí la propuesta de María José para hoy, me dije: esta semana vamos a hablar del invento del Sr. Bell. Pero mira por donde, documentándome para mi relato, me desayuno que el Congreso de los Estados Unidos, el 11 de Junio de 2002, aprobó una resolución-la 269- por la que reconocía que el inventor del teléfono había sido Antonio Meucci, italiano emigrado a Estados Unidos en 1850, y que residió en Clifton (Ohio) hasta el fin de sus días. Fue allí donde inventó un aparato para poderse comunicar desde su oficina, ubicada en el sótano de su vivienda, con su esposa enferma de reumatismo y que ocupaba el segundo piso de la residencia, aparato al que él llamó teletrófono. Su penuria económica le impidió poder patentar su invento, cosa que si que hizo sagazmente Alexander Grahan Bell, adelantándose tan solo dos horas a la presentación de otra solicitud de patente sobre el mismo invento, la de Elisha Gray, el 14 de Febrero de 1876.
Lo bien cierto es que el famoso artilugio se creó para facilitar la comunicación entre personas, y el correr de los tiempos nos ha "enganchado" totalmente a él y casi podíamos decir que se ha hecho indispensable en nuestra vida. Es portador de buenas noticias, de malas, nos tranquiliza, nos inquieta, nos hace reír, llorar, crea lazos, nos sorprende...Para muestra, un botón.
Llevaba pocas semanas en mi primer empleo. Esos días, el trabajo era especialmente atosigante. Preparábamos el muestrario de los comerciales de la empresa-un almacén de paquetería y géneros de punto- y la tarea era muy compleja. Por un lado, la variedad y cantidad de artículos a disponer, y por otro, el soportar a los "viajantes" en el dique seco, era enloquecedor.
Ese día, me encontraba francamente mal y la tarea se convirtió en un verdadero suplicio. La noche anterior, los primeros síntomas de la gripe llamaron a mi puerta y acamparon en mi organismo a sus anchas. Estaba deseando que llegara la hora de salida para largarme a mi casa, meterme en el sobre y plantarle cara a tan impertinente "okupa" vírico.
Como cada tarde, en la puerta de la empresa, mi jefe-creo que ya no quedan como él-nos despedía a la vez que se interesaba por los acontecederes de la jornada laboral. Cuando llegué a su altura, me cogió por los hombros y me susurró:
-Vete a casa y olvídate del trabajo durante dos o tres días. Necesitas descansar y cuidarte. Verás como en un par de días, estás bien.
Esa noche la pasé fatal. Un subidón de fiebre y el dolor intenso en todas las articulaciones me acompañaron prácticamente toda la noche. Ya apuntaban los primeros rayos de sol cuando una agradable modorra, me invadió.
Estaba en el mejor de los cielos cuando el inoportuno timbre del teléfono me devolvió al mundo de los vivos.
-Emití un dígame desfallecido...
-¡Buenos días!-me canturreó una voz melodiosa desde el otro lado- Está usted de suerte, ha sido elegida para hacerle una propuesta interesante. ¿Ha pensado alguna vez cual va a ser su última morada? ¿Le gustaría adquirir una parcela en un sitio de ensueño, donde sus familiares podrán visitarle en un entorno privilegiado...? La Arboleda del Sosiego le ofrece la oportunidad de adquirir hoy, por un precio muy razonable y tentador, su morada eterna...
--A duras penas, y haciendo un verdadero esfuerzo para no ser lo soez que se merecía la interfecta, le indiqué lo inoportuno de su llamada y, lejos de amilanarse, se atrevió a decirme que nada mejor que tomar esa decisión desde el lecho del dolor...
Le colgué. Lo siento. Pero le colgué. Le colgué con furia, como si el sufrido auricular de baquelita lo hubiera depositado justo encima de su cabeza. Ganas no me faltaban.
A la mañana siguiente estaba de nuevo sentada ante mi máquina de escribir eléctrica. Los comerciales volvían a pulular a mi alrededor con el trasiego de sus notas. Celebraban mi rápido restablecimiento.
¿Cómo explicarles que el milagroso revulsivo fue aquello de "mi última morada"?