De todas las experiencias que vivimos, sean buenas o malas, siempre podemos aprender algo. Y si conseguimos quedarnos con lo positivo que busquemos en ellas, mejor que mejor. Hace unos días, os decía que había tenido que pasar por el quirófano. Y es de eso de lo que hoy voy a escribiros.
Eran las cinco de la tarde, cuando dos camilleros entraron en mi habitación para llevarme hasta la sala de operaciones. Aunque hubiese preferido ir andando, tuve que hacerlo metida en la cama, no sé muy bien por qué, pero así está establecido. El trayecto habitación-quirófano lo hice acompañada por mi esposo y mi hijo. Los camilleros llevaban una descriptiva conversación. Uno al otro, relataba los colores que estaba poniendo en las paredes de su futuro hogar, elegidos cada uno de ellos por su novia. Parecían tan ajenos a quien transportaban, como lo estaba yo a sus preferencias sobre el arco iris. Llegamos a la zona de los quirófanos y mi familia ya no podía acompañarme más trecho. Me dieron un beso y un apretón intentando transmitirme todos los ánimos posibles... Atravesé un pasillo en el que unas placas grandes de luz se deslizaban por encima de mi. Recordé, una vez más en ese día, que unos años antes, en esa misma fecha, entré a otro quirófano. Entonces, mi hijo estaba a punto de nacer y el ánimo no tenía nada que ver-lógicamente- con el de esa tarde. Son coincidencias que trae la vida. Me permití emocionarme en el recuerdo pero por poco tiempo. Mi cama y yo quedamos aparcadas en una antesala al recinto en donde iba a ser intervenida. A mi lado, una estantería ocupaba gran parte de la pared, repleta de utensilios médicos, que de vez en cuando era visitada por personal sanitario para coger cosas. No recuerdo bien cuántas personas llegaron a pasar por allí , lo que si recuerdo es que todas, absolutamente todas, ignoraron mi presencia. No prentendía yo en ese momento que se quedaran conmigo hablando del fluctuar de la bolsa, pero tampoco que no vieran más allá de una cama. Un simple "hola", un guiño, un algo, por pequeño que fuera, hubiese venido muy bien, para una persona asustada, impaciente y sobre todo...sola. De nuevo intenté darme ánimos para salir lo mejor posible de la situación. En esos momentos, viene bien tener un poco de fe, y yo comencé a rezar a la Virgen de Guadalupe. Me tranquilizaba hacerlo. Después, decidí cerrar los ojos, primero para no ver a las personas que entraban y salían, y luego, para tratar de recordar imágenes que en directo me relajan. Y me centré en el mar, una de mis pasiones. Por ejemplo ese mar del que disfruto algunos veranos en Cullera, en un apartamento que alquilamos en plena bahía y que ofrece unas vistas maravillosas -piso 22- de ese pedazo de Mediterráneo. O la playa de la Malvarrosa, en Valencia, vista desde un malecón del puerto, al que acudo más de un domingo. Una gozada. Como el invento me iba dando sus frutos, mi pensamiento se fue un poco más lejos. Intenté recordar con todo lujo de detalles mi travesía de este verano por la bahía de Cádiz, el color de su cielo, la tonalidad de su mar, la paz y el silencio que se disfruta mar adentro, la brisa, los miles de estrellas que desde la ventana de mi camarote se divisaban en el cielo cada noche. Y ya en Cádiz, me recreé especialmente en la playa de La Caleta. Ya os he escrito sobre ella en mi blog y del efecto que me produce animicamente sólo recordarla. Y puesto que había conseguido situarme a unos 800 kms. de esa sala donde seguia aparcada, -la mente es prodigiosa- quise evocar la sensación que sentí cuando visité la torre de Poniente, en la Catedral de Cádiz, y desde la ventana sur contemplé el oceáno atlántico. Indescriptible.
En esas estaba cuando comencé a oir unas voces que intentaban controlar a la paciente anterior a mí que se encontraba en el quirófano y que al parecer, intentaba tirarse de la cama. Y ahí...me descontrolé... Apreté mis ojos con fuerza como si eso fuera a evitar que oyera lo que pasaba al otro lado de la puerta, y al cabo de unos minutos una voz me sacó del mal momento: ¿Duermes?
Era el anestesista que me anunciaba que "ibámos a empezar". Le hablé de mi temor a la anestesia y después de una detallada explicación, consiguió tranquilizarme. Me entraron al quirófano y comprobé en su reloj, que habían pasado 40 minutos desde que me bajaron de la habitación. Sin duda creo que esos minutos, podrían haberse reducido por lo menos a la mitad, si se pensara un poco más en el paciente...paciente. Una vez dentro, todo fue bastante rápido. En cuánto me colocaron la via en la mano izquierda me avisaron que si me mareaba un poco era normal y ya no me enteré de nada más...
Cuando volví a estar consciente me encontraba en el pasillo de las grandes placas de luz. No tenía a nadie al lado, y eso me hizo pensar que todo había ido bien. La ausencia de personal sanitario era prueba inequivocaba de que mi estado no los necesitaba. Me alegré. A los pocos minutos, alguien comenzó a empujar mi cama hacía la salida de la zona restringida. En cuánto se abrió la puerta ví a mi hijo y rompí a llorar. Toda la emoción contenida en esos momentos, se desparramó en cuánto me encontré con los míos. Ahora eran más que antes. Un grupo de amigos íntimos habían querido estar allí esperándome. Y les dí un buen susto, pues al llorar, creían que salía con malas noticias del quirófano. En un primer momento, no comprendieron que lloraba por la emoción de verlos de nuevo, y porque necesitaba dar salida a todos esos sentimientos que durante 40 inútiles minutos fui almacenando por ahí dentro.
Ya en la habitación, más calmada, comprobé que en mi mano izquierda, un gotero iba administrando la medicación oportuna para mi cuerpo. Y casi sin darme cuenta, mi mano derecha, se convirtió en otro gotero, buscó en todo momento contacto humano que llevara sosiego a mi espiritu. En la cabecera de mi cama, en el sillón del "acompañante" se instaló mi hijo que fue turnándose con mi esposo. Los dos días que permanecí ingresada, necesité estar unida a ellos a través de esa mano, que incluso dormida, los buscaba . No me conformaba con tenerlos al lado, tenía que sentirme unida a ellos. Los 40 minutos aparcada allá abajo, sola, temerosa y asustada, pasaban factura.
Concretaros que no me estoy refiriendo a un hospital público. Se trata de una cliníca privada, dónde menos por respirar, nos lo han cobrado todo...
Al principio os decía que de todas las vivencias podemos aprender algo. Y yo, en esta ocasión, quiero quedarme, por encima de todo lo físico, que con el tiempo olvidaré, con la parte afectiva. No creía que pudiera querer a los míos más de lo que los quería. Y esta circunstancia ha reforzado mucho más mi cariño hacía ellos. Lo mismo que a esos amigos que quisieron acompañarnos en esos momentos y que cada día se interesan por mi evolución. Me han hecho sentirme una privilegiada.
Y no me olvido de un par de buenos amigos "virtuales", que fueron dejando mensajes en mi correo, y que al volver a casa y leerlos, me emocionaron.
¡ Cuánto os quiero a todos ! Gracias por ser como sois y estar ahí.
Maat
Eran las cinco de la tarde, cuando dos camilleros entraron en mi habitación para llevarme hasta la sala de operaciones. Aunque hubiese preferido ir andando, tuve que hacerlo metida en la cama, no sé muy bien por qué, pero así está establecido. El trayecto habitación-quirófano lo hice acompañada por mi esposo y mi hijo. Los camilleros llevaban una descriptiva conversación. Uno al otro, relataba los colores que estaba poniendo en las paredes de su futuro hogar, elegidos cada uno de ellos por su novia. Parecían tan ajenos a quien transportaban, como lo estaba yo a sus preferencias sobre el arco iris. Llegamos a la zona de los quirófanos y mi familia ya no podía acompañarme más trecho. Me dieron un beso y un apretón intentando transmitirme todos los ánimos posibles... Atravesé un pasillo en el que unas placas grandes de luz se deslizaban por encima de mi. Recordé, una vez más en ese día, que unos años antes, en esa misma fecha, entré a otro quirófano. Entonces, mi hijo estaba a punto de nacer y el ánimo no tenía nada que ver-lógicamente- con el de esa tarde. Son coincidencias que trae la vida. Me permití emocionarme en el recuerdo pero por poco tiempo. Mi cama y yo quedamos aparcadas en una antesala al recinto en donde iba a ser intervenida. A mi lado, una estantería ocupaba gran parte de la pared, repleta de utensilios médicos, que de vez en cuando era visitada por personal sanitario para coger cosas. No recuerdo bien cuántas personas llegaron a pasar por allí , lo que si recuerdo es que todas, absolutamente todas, ignoraron mi presencia. No prentendía yo en ese momento que se quedaran conmigo hablando del fluctuar de la bolsa, pero tampoco que no vieran más allá de una cama. Un simple "hola", un guiño, un algo, por pequeño que fuera, hubiese venido muy bien, para una persona asustada, impaciente y sobre todo...sola. De nuevo intenté darme ánimos para salir lo mejor posible de la situación. En esos momentos, viene bien tener un poco de fe, y yo comencé a rezar a la Virgen de Guadalupe. Me tranquilizaba hacerlo. Después, decidí cerrar los ojos, primero para no ver a las personas que entraban y salían, y luego, para tratar de recordar imágenes que en directo me relajan. Y me centré en el mar, una de mis pasiones. Por ejemplo ese mar del que disfruto algunos veranos en Cullera, en un apartamento que alquilamos en plena bahía y que ofrece unas vistas maravillosas -piso 22- de ese pedazo de Mediterráneo. O la playa de la Malvarrosa, en Valencia, vista desde un malecón del puerto, al que acudo más de un domingo. Una gozada. Como el invento me iba dando sus frutos, mi pensamiento se fue un poco más lejos. Intenté recordar con todo lujo de detalles mi travesía de este verano por la bahía de Cádiz, el color de su cielo, la tonalidad de su mar, la paz y el silencio que se disfruta mar adentro, la brisa, los miles de estrellas que desde la ventana de mi camarote se divisaban en el cielo cada noche. Y ya en Cádiz, me recreé especialmente en la playa de La Caleta. Ya os he escrito sobre ella en mi blog y del efecto que me produce animicamente sólo recordarla. Y puesto que había conseguido situarme a unos 800 kms. de esa sala donde seguia aparcada, -la mente es prodigiosa- quise evocar la sensación que sentí cuando visité la torre de Poniente, en la Catedral de Cádiz, y desde la ventana sur contemplé el oceáno atlántico. Indescriptible.
En esas estaba cuando comencé a oir unas voces que intentaban controlar a la paciente anterior a mí que se encontraba en el quirófano y que al parecer, intentaba tirarse de la cama. Y ahí...me descontrolé... Apreté mis ojos con fuerza como si eso fuera a evitar que oyera lo que pasaba al otro lado de la puerta, y al cabo de unos minutos una voz me sacó del mal momento: ¿Duermes?
Era el anestesista que me anunciaba que "ibámos a empezar". Le hablé de mi temor a la anestesia y después de una detallada explicación, consiguió tranquilizarme. Me entraron al quirófano y comprobé en su reloj, que habían pasado 40 minutos desde que me bajaron de la habitación. Sin duda creo que esos minutos, podrían haberse reducido por lo menos a la mitad, si se pensara un poco más en el paciente...paciente. Una vez dentro, todo fue bastante rápido. En cuánto me colocaron la via en la mano izquierda me avisaron que si me mareaba un poco era normal y ya no me enteré de nada más...
Cuando volví a estar consciente me encontraba en el pasillo de las grandes placas de luz. No tenía a nadie al lado, y eso me hizo pensar que todo había ido bien. La ausencia de personal sanitario era prueba inequivocaba de que mi estado no los necesitaba. Me alegré. A los pocos minutos, alguien comenzó a empujar mi cama hacía la salida de la zona restringida. En cuánto se abrió la puerta ví a mi hijo y rompí a llorar. Toda la emoción contenida en esos momentos, se desparramó en cuánto me encontré con los míos. Ahora eran más que antes. Un grupo de amigos íntimos habían querido estar allí esperándome. Y les dí un buen susto, pues al llorar, creían que salía con malas noticias del quirófano. En un primer momento, no comprendieron que lloraba por la emoción de verlos de nuevo, y porque necesitaba dar salida a todos esos sentimientos que durante 40 inútiles minutos fui almacenando por ahí dentro.
Ya en la habitación, más calmada, comprobé que en mi mano izquierda, un gotero iba administrando la medicación oportuna para mi cuerpo. Y casi sin darme cuenta, mi mano derecha, se convirtió en otro gotero, buscó en todo momento contacto humano que llevara sosiego a mi espiritu. En la cabecera de mi cama, en el sillón del "acompañante" se instaló mi hijo que fue turnándose con mi esposo. Los dos días que permanecí ingresada, necesité estar unida a ellos a través de esa mano, que incluso dormida, los buscaba . No me conformaba con tenerlos al lado, tenía que sentirme unida a ellos. Los 40 minutos aparcada allá abajo, sola, temerosa y asustada, pasaban factura.
Concretaros que no me estoy refiriendo a un hospital público. Se trata de una cliníca privada, dónde menos por respirar, nos lo han cobrado todo...
Al principio os decía que de todas las vivencias podemos aprender algo. Y yo, en esta ocasión, quiero quedarme, por encima de todo lo físico, que con el tiempo olvidaré, con la parte afectiva. No creía que pudiera querer a los míos más de lo que los quería. Y esta circunstancia ha reforzado mucho más mi cariño hacía ellos. Lo mismo que a esos amigos que quisieron acompañarnos en esos momentos y que cada día se interesan por mi evolución. Me han hecho sentirme una privilegiada.
Y no me olvido de un par de buenos amigos "virtuales", que fueron dejando mensajes en mi correo, y que al volver a casa y leerlos, me emocionaron.
¡ Cuánto os quiero a todos ! Gracias por ser como sois y estar ahí.
Maat
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