30 de abril de 2010

El otoño de las rosas


Vives ya en la estación del tiempo rezagado:
lo has llamado el otoño de las rosas.
Aspíralas y enciéndete. Y escucha,
cuando el cielo se apague, el silencio del mundo.

FRANCISCO BRINES

(Premio Reina Sofía de Poesía 2010)

29 de abril de 2010

Este Jueves, un relato: Soledad.


Esta semana, la propuesta de Tésalo "Este jueves, un relato", la ha organizado Mª José Moreno. Lleva por título: Soledad
Podréis encontrar todas las participaciones en:

http://blogdemjmoreno.blogspot.com/


Arturo



Lo veo pasar cada tarde por delante de mi casa. Su figura es menuda y ligeramente encorvada por el paso de los años. Pero su andar es resuelto y acompasado por un viejo bastón que le sirve de fiel compañero. Las manos y su cara, atezadas, delatan que han permanecido muchas horas al aire libre, lo que les confiere un aspecto triste y ajado. Sus ojos, de mirada cansada y perdida, conservan un ligero brillo que los hace encantadores.


Desconozco su nombre, pero yo lo llamo Arturo. Me gusta observarlo. De vez en cuando, se detiene a contemplar lo que casi nadie es capaz de ver. Puede ser un agujero en el suelo, adornado por inquietas filas de hormigas que, presurosas, acuden a su escondite con las provisiones multicolor recién capturadas por los alrededores. Otras veces, su mirada persigue a los pájaros que revolotean entre las ramas de los árboles que, con sus piares, parecen disputarse los mejores lugares donde pasar la noche.

Algunos ratos descansa en uno de los bancos del jardín. Cruza las manos sobre la empuñadura de su garrote y se dedica, con pausado interés, a observar cuanto ocurre a su alrededor. Obsequia graciosos guiños a los críos que juguetean en su entorno causándoles una agradable sorpresa. Sigue con su vista el grácil caminar de los perros pequeños que pasean ante él y en todos ve algo que le recuerda a su querido Pipo, que no superando la pérdida de su ama, murió de pena pocos días después de la marcha de su querida e inolvidable esposa.

La tarde se torna lenta sobre la harapienta soledad de Arturo. Como un ritual, alza la mirada al cielo, como buscando alegres recuerdos que le consuelen en el silencio de su vacía existencia, mientras caprichosas nubes bailan al compás de una música que sólo ellas pueden escuchar.

Cuando el sol da sus últimos lametazos sobre los tejados de los edificios más altos, el anciano desanda el camino recorrido. Sin prisas. Parece habitar en un mundo distinto, sosegadamente irreal. Su caminar es ahora más lento, como si no quisiera llegar al lugar que le aguarda. La suciedad polvorienta va enseñoreándose de los bajos de sus pantalones como si se trataran de los de un mendigo. Sus fuerzas para avanzar, parecen haberse quedado desparramadas en el hosco, sucio y solitario banco del jardín con el que cada tarde comparte su desamparo.

De vuelta a casa, siempre le acompaña la misma idea que, poco a poco, se convierte en un deseo. ¿Será ésta la última vez en acudir al parque? ¿Tendré la suerte de que mañana sea el día del reencuentro con mi querida e inolvidable esposa? ¿Estará Pipo con ella, esperándome?

La soledad se ha convertido en una carga demasiado pesada para él. Tan pesada, que apenas puede arrastrarla...

Maat

26 de abril de 2010

Una broma de la vida

La sorpresa que se dibujaba en los rostros de mis personas queridas y la sorna que acompañaba a los saludos en sus visitas, me confirmaban que la vida me estaba gastando una de sus bromas. Por lo menos, así he querido tomármelo cada vez que han hecho alusión a mi dolencia y a la edad en que la he padecido. Nos hemos reído juntos-yo, con alguna dificultad por la tirantez de los puntos-poniendo un toque de humor al hecho traumático de tener que pasar por un quirófano...

Con las primeras sombras de la tarde del pasado día cinco comenzaron a llegar las molestias. Al principio, de forma suave, a modo de olas de mar que, partiendo del centro de mi abdomen, se extendían hasta el hueso de la cadera derecha donde rompían con un dolor más entusiasmado. Pensando que algo me había caído mal opté por no cenar y tomar alguna que otra infusión. La intensidad del oleaje fue en aumento y, temiendo una posible apendicitis-luego confirmada-a las tres de la mañana, decidí acudir a urgencias. Una joven y amable doctora fue la que me hizo el primer reconocimiento. Quería asegurarse que mi apéndice estaba pidiendo a gritos ser retirado y solicitó varías pruebas para confirmar lo que -casi- le parecía evidente. Me apuntó la posibilidad de seguir aguantando el dolor sin calmantes para no enmascarar el diagnóstico y asentí. La analítica confirmó sus sospechas pero, de acuerdo con el cirujano de guardia, decidieron ampliar el estudio con más pruebas. La siguiente, fue una radiografía que no aclaró nada. Le siguió una ecografía de la que obtuve una inquietante frase por parte de la doctora que la estaba realizando: "Observo una sombra, pero no sé decirle qué puede ser. Voy a solicitarle un TAC"

No sé el tiempo que permanecí sola-durante las pruebas no permiten acompañantes- sentada en la silla de ruedas que me asignaron, en un frío, desierto e inacabable pasillo del hospital. En ese periodo de espera, un remolino de ideas y temores pugnaban en mi interior. Las varillas del abanico de posibilidades se iban reduciendo en mi mente y llegué a sentir pánico. En un último esfuerzo decidí vivir minuto a minuto la situación para no desperdiciar energías. ¡Cuánto hubiese agradecido en esos momentos tener una mano a la que aferrarme, sentirme acompañada! Tan sólo coincidí en esa larga espera con una empleada de la limpieza que, con una inmensa mopa, barría hasta el más minúsculo objeto que encontraba a su paso sin apenas levantar la mirada del suelo.

Superada esta última y decisiva prueba, me llevaron a una pequeña habitación y ya comenzaron a administrarme calmantes para mitigar el implacable dolor que seguía alojado en mi cuerpo. Al poco rato, una enfermera me acompañó a otra habitación y me facilitó el uniforme de los pacientes internados en el centro. Hasta ese instante, nadie me había confirmado el ingreso. El mensaje me llegó antes que el mensajero, y decidimos esperar a que el cirujano de turno me confirmara el resultado de las pruebas y el programa a seguir.

En esas estábamos cuando se abrió la puerta de la habitación y un pedazo de galeno, del tamaño de un armario de dos puertas, hizo su inolvidable aparición en escena. Dirigiendo su dedo índice hacia mi persona, con bastante autoridad me espetó:

" La van a pasar por cuchillo"

No me caí redonda porque estaba sentada en la camilla. Miré a mi esposo que seguía pegado a mí como un extraordinario guardaespaldas y comprobé como su rostro había palidecido. Con cierta ironía y desagrado acerté a balbucear a mi amable interlocutor:
"Creí que aún operaban con bisturí. Me deja usted muerta..."

A pesar de todo, la fortuna me acompañaba. Ese ingenioso doctor no iba a ser el que liberara mi apéndice. Sólo cumplía el encargo del cirujano con el que, en pocos momentos, iba a encontrarme en el quirófano. De esa forma tan peculiar me diagnosticó y anunció lo que venía. Con la misma prisa que entró en la habitación, la abandonó. ¡A Dios gracias!

-Es muy buen médico- aseveró la enfermera intentando disculparlo mientras me ayudaba a cambiar mi ropa por el infame camisón hospitalario que deja al descubierto toda la espalda y el resto de cuerpo que le sigue...

A partir de aquí, todo fue rápido. La intervención presentaba alguna dificultad por el lugar -algo escondido- en el que se encontraba el apéndice. Se cumplían diez horas de mi llegada al hospital cuando me tendían en la mesa de operaciones. Los calmantes habían sido efectivos y estaba tranquila y resignada a mi suerte. Mientras dos enfermeras endilgaban en mis brazos extraños brazaletes, una mascarilla cubrió parte de mi rostro y se me invitó a aspirar un gas dulzón. Lo hice intensamente, deseando que aquello terminara lo más pronto posible...

En los dieciocho días que han transcurrido desde entonces, he tenido tiempo suficiente para reflexionar sobre muchos aspectos a los que, por asiduos, no daba la importancia que ahora tienen para mí. El necesitar una persona a mi lado hasta para lo más elemental, me ha puesto de manifiesto lo frágiles que podemos llegar a ser, pues nuestra vida cambia en décimas de segundo. Las veinticuatro horas que tuve que pasar sin ingerir líquidos me hicieron ver la suerte que tenemos de paladear un vaso de agua fresca cada vez que tenemos sed. El permanecer durante diez días sin poder ladearme en la cama me llevó a añorar con vehemencia las noches en que podía dormir a pierna suelta. De repente, tuve que suspender todas mis actividades y dedicarme tan sólo a recuperarme. Ello me demostró que nadie es imprescindible. Amiga de hacer favores, me aterra pedirlos. Estos días he tenido que aceptar con emoción el hecho de que, a casa , llegaran mis amigos cargados de fiambreras con sus menús más exquisitos para que no tuviéramos que preocuparnos mi esposo y yo de la intendencia. Ellos, y mi familia más cercana me han cuidado, atendido y -quizá- mimado en exceso. Sin duda, esto ha contribuido a que remonte las horas bajas que he tenido y que, día a día, me haya ido encontrando mejor. El próximo cuatro de mayo tengo consulta con el cirujano. ¡Ojala todo esté bien para entonces y me den el alta! Haré borrón y cuenta nueva.

Quiero agradeceros a vosotros, amigos blogueros, los comentarios de ánimo dejados en mi blog, vuestros correos, llamadas telefónicas y las muestras de cariño que me habéis dispensado. ¡Es una delicia teneros tan cerca en estos momentos!

Os dejo un vídeo que he preparado con una de mis canciones preferidas. Es un pequeño regalo para compensar vuestras atenciones y para que disculpéis la extensión de esta entrada. Pero comprendedme. Veinte días sin escribir...son muchos días.

Un fuerte abrazo para cada uno de vosotros.

Maat



8 de abril de 2010

Silencio forzoso



Una inoportuna apendicitis pascuera me tiene alejada de la blogosfera. En cuanto la docena de grapas que me atenazan  sean retiradas intentaré pasear por vuestros blogs y por el mío. Sólo deciros que os echo mucho de menos...

Un montón de abrazos para todos.

Maat







5 de abril de 2010

Lunes de Pascua




En Valencia hoy celebramos el lunes de Pascua y es festivo. Es típico de este día merendar la clásica "Mona de Pascua" que está elaborada con aceite de oliva virgen extra, azúcar, harina de fuerza, ralladura de limón y de naranja. Es una masa que se trabaja manualmente y a la que se deja reposar más de doce horas para que fermente. Todavía hay panaderos que utilizan hornos de leña, alimentando el fuego con ramas y troncos de naranjo, de bóveda refractaria que dan a la mona el punto exacto de cocción. El ingenio de estos artesanos posibilita que las monas adquieran las figuras más sorprendentes, haciendo las delicias de los niños que son realmente a quienes van dirigidas estas suculentas meriendas. Normalmente, van acompañadas de un huevo cocido aunque, en los últimos años, se ha ido sustituyendo por uno de chocolate y adornadas con anisitos multicolores.

Parece ser que esta costumbre data de la época anterior a la expulsión de los moriscos de nuestra Península, cuando cultivaban las tierras como arrendatarios en la provincia de Valencia. Entre los regalos con los que solían obsequiar a los dueños de los campos, figuraban unas cocas llamadas munnas y que con el tiempo, pasaron a llamarse monas.

Tal día como hoy, las familias se reunían en grupos y se dirigían a las afueras de la ciudad , al campo, para merendar y celebrar de esta forma la Pascua. Uno de los alicientes de la tarde era la hora de golpear por sorpresa, con el huevo cocido de la mona, la frente de algún familiar o amigo, creando situaciones muy divertidas. Era una fiesta que se disfrutaba en el entorno de la familia, pues durante muchos años, era el padrino de los niños el encargado de regalar la mona a su ahijado en este lunes de Pascua.

Como todo, esta costumbre va tomando nuevas formas, y la clásica mona se acompaña de toda clase de figuras de chocolate, amoldándose a los tiempos.



Esta clásica merienda, se repite dentro de siete días, el próximo día 12, en el que se celebra la festividad de San Vicente Ferrer, patrón de la Comunidad Valenciana.

¿Os apetece probarla? Estáis invitados...

Maat







1 de abril de 2010

Jueves Santo

La Iglesia Católica conmemora hoy el Jueves Santo y coincidiendo con ello, he querido traer hasta mi blog uno  de los poemas  que recuerdo con más intensidad de mis años de colegiala. Con los años, supe que era  uno de los más bellos sonetos de la poesía mística española y que aparece en las principales antologías poéticas en lengua castellana. 

Su autoría se ha atribuido a distintos personajes, entre los que se encuentran San Juan de la Cruz, Santa Teresa de Jesús, San Ignacio de Loyola, o el P. Antonio Panes, franciscano de la provincia de Valencia. Pero a día de hoy, no hay pruebas suficientes para poder afirmar categóricamente quién compuso el poema. Si que hay constancia, en cartas que conserva la orden de los franciscanos, que sus misioneros enseñaban este soneto a los indios americanos como una oración cotidiana y que guardaban manuscrita.


No me mueve, mi Dios,  para quererte 
el cielo que me tienes prometido;
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.

Tú me mueves, Señor; muéveme el verte
clavado en una cruz y escarnecido;
muéveme ver tu cuerpo tan herido;
muéveme tus afrentas y tu muerte.

Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera,
que aunque no hubiera cielo, yo te amara,
y aunque no hubiera infierno, te temiera.

No me tienes que dar porque te quiera;
pues aunque lo que espero no esperara
lo mismo que te quiero te quisiera.



La imagen que he elegido para esta entrada pertenece a un crucifijo que conservo con mucho cariño. Era de mis padres y, durante 52 años,  presidió la cabecera de su cama. Para mí tiene un significado más amplio, pues además de lo que representa, guarda una enseñanza que mi padre me dejó: ser tolerante. Mi madre era creyente y practicante, y su deseo de que ese Cristo presidiera su alcoba fue respetado siempre. Y hay algo más. De niña, mi obsesión era desclavar las imágenes de sus cruces.  Lo hice en varias ocasiones con distintos rosarios que había en mi casa. Me trajo algunas regañinas, pero no cejé en mi empeño. Si os fijáis, el Cristo de esta imagen tampoco está clavado en la cruz. Una de las veces que se pintó en mi casa y que ese crucifijo estuvo a mi alcance, los diminutos clavos que lo sujetaban desaparecieron...Mi padre con toda la paciencia del mundo -quizá fue el único que  entendió lo que me ocurría- se limitó a sustituir los clavos por pegamento. Y así continúa.  En aquella ocasión, también fue tolerante conmigo. Deben ser ya miles los besos que le llevo enviados. Lo hago cada vez que mis ojos se encuentran con este crucifijo que con tanto cariño guardo en mi casa.  Una de mis mejores joyas. 


Maat