21 de febrero de 2008

Paula y Juan

Juan es tío de mi esposo. Tiene 84 inviernos. Ya os he hablado de él en alguna ocasión. Desde el pasado día 18, se encuentra ingresado en un hospital para que le efectúen un estudio, ya que su tiroides ha dejado de funcionar con el consiguiente deterioro general de su salud. Su esposa, Paula, de 82 años, ha querido permanecer con él día y noche. No tienen más familia... No tardaré en contaros la historia de Paula. Pero hoy, los traigo a mi espacio por otro motivo. Y sigo. Al segundo día de estar ingresado Juan, Paula comenzó a dar señales inequívocas de agotamiento físico y mental. Se desorientó, comenzó a tener lagunas en su memoria y como pude la convencí -no sin grandes esfuerzos dialécticos- que debía marcharse a casa a descansar algunas horas. Al final, cedió. Una persona de confianza la supliría cada día de 13,30 a 17,30. En ese tiempo,a Paula me la llevaba a mi casa para que comiera y reposara un rato. Hasta ese momento, a Juan, solo le administraban medicación por vía oral. El jueves, cuando llegamos a las 17,30 a la habitación de mi tío, le habían colocado un gotero. Me sobresalté. Enseguida pensé, que en nuestra ausencia, algo había empeorado. Me dirigí a la persona que había estado a su cuidado y me confirmó que le habían colocado el gotero sin decirles nada. Rápidamente acudí al despacho de las enfermeras a preguntarles que novedad se había producido para la administración del gotero. El responsable del servicio me pidió que regresara a la habitación y que vendrían allí a explicarme.... Así lo hice. A los pocos minutos llegó una señorita que retiró el gotero a mi tío sin decir ni pío. Esperé una explicación. Pero no me llegó. En vista de lo cual y ya un poco más alterada, volví a preguntar...y me reconocieron que había habido una confusión. Esa medicación no era para Juan. Ya podéis imaginaros como me puse. Casi me ingresan con un ataque de nervios. Pedí la presencia de un médico que me asegurara que "aquello" no iba a tener consecuencias en la ya mal trecha salud de mi tío. Tuvimos suerte. En medio de ese desliz, aún tuvimos suerte. Juan no era alérgico a la penicilina, de haberlo sido, probablemente la equivocación hubiese causado un efecto irreparable. Esa medicación era para el otro paciente de la habitación, Jorge, del que también os contaré algo más adelante.

Dentro de mi mal estado de ánimo, recabé toda la información posible para presentar la correspondiente queja por escrito a la dirección del hospital. Y aún me faltaba un pequeño disgusto más que añadir al suceso. La persona que había sufrido el error era "una estudiante en prácticas". Creerme si os digo que lo sentí por ella. Para mí no es la culpable. Alguien tiene que supervisar sus acciones. Sobre todo, cuando se dirija a los pacientes. Soy consciente que tienen que aprender y que los médicos que ejercen como tales en la actualidad también pasaron por un aprendizaje. Pero estamos tratando con personas y lo más importante, con sus vidas. Demasiado serio como para darle la atención que el tema merece.

Esa noche, me fui más tarde de lo habitual del hospital. Quise comprobar que Juan estaba dentro de su normalidad. Que la confusión no le había perjudicado.
Al pobre no le explicamos lo que había ocurrido. Le evitamos el disgusto. A Paula me costó un poco tranquilizarla, pero se consiguió.

Desconozco como se regresa de una batalla. Pero así me encontraba yo cuando me dirigía a mi casa conduciendo mi coche. Agotada. Más de "mente" que de cuerpo.
¡Que vulnerables somos! En unos instantes, nuestra vida puede cambiar de rumbo. Así... sin más. Con un simple guiño del destino.

MAAT


No hay comentarios: