Esta mañana, al despertar, me costaba salir del sobre. Pronto he caído en la cuenta de que tenía ante mí un día de esos que yo llamo "tobogán", días en que el alma, sin saber como, se encuentra como esos niños que acaban de lanzarse por un colorido deslizadero del parque y han dado con su culete en ese hueco que se va formando en el suelo por los golpes de sus pies al final de la caída. Y esos días los temo. Mientras desayunaba, me he dispuesto a ver la TV para distraerme e informarme un poco de como andaba el cotarro nacional. Craso error. Algunas conexiones en directo con el Congreso de nuestras señorías y un zapeo por diversas cadenas para escuchar a los contertulios de turno, me han bastado para comenzar a sentir desasosiego, temor, desencanto, preocupación y, lo peor de todo, impotencia. Y era lo que me faltaba...He apretado con fuerza el botón azul del mando del TV (el que la desconecta) como si en ese clic pudiera borrar de la realidad todo lo que acababa de ver y escuchar.
El día en Valencia hoy era precioso. Aprovechando que tenía que hacer unas gestiones cerca de la Biblioteca Pública, he decidido visitarla y buscar un libro al que sigo el rastro desde hace tiempo, se titula "Poesías completas", de León Felipe.
La Biblioteca está en pleno corazón de la ciudad, rodeada de un precioso jardín, y el día invitaba a disfrutarlo. A esas horas estaba poco transitado. Me he cruzado con un grupo de críos y sus profesores que, imagino, estaban realizando una visita cultural y algunas personas paseando a sus chuchos. Cerca del edificio central hay otros de menor tamaño, siempre cerrados, que en realidad no se bien para que se usan. Y, en uno de ellos, algo me ha llamado la atención. Por una parte, en el tejado de esa casa, se había instalado un grupo de palomas que, plácidamente tomaban el sol.
A escasos metros de ellas, en la parte delantera del inmueble, otro grupo, esta vez de personas, ponía orden a un montón de enseres que les rodeaban y que delataban, sin ninguna duda, que habían pasado la noche allí.
Los templados rayos del sol, la luminosidad de la mañana y un precioso azul del cielo, me han incitado a sentarme un rato en uno de los bancos y gozar el momento. Sinceramente, no recuerdo los años que han transcurrido desde la última vez que me repantigué en el banco de un parque, simplemente a dejarme acariciar por los rayos del astro rey, algo que, de momento, es gratis.
Mi atención la he repartido entre el grupo de personas y las palomas. El primero, estaba compuesto por cuatro hombres y una mujer. Su descuidado aspecto físico les hacia aparentar más edad de la que seguramente contaban. Sólo uno de ellos era joven, y precisamente el que más ajeno parecía estar a lo que ocurría a su lado. Deambulaba constantemente y, quizá porque le he calculado una edad próxima a la de mi hijo, le he prestado más atención, a la vez que pensaba en su madre. ¿Sabría de él...?
Al cabo de unos momentos ha llegado otro hombre, con un carro "prestado" de un súper, en el que transportaba un cúmulo de atadijos, eso sí, en perfecto orden.
De entre ellos, ha sacado una pequeña colcha y se la ha entregado a la mujer quien, después de curiosearla con cierto interés, la ha cobijado entre sus brazos, contra su pecho, seguramente pensando que ahora las noches iban a ser menos frías y ha continuado la charla con el recién llegado. Mirando su carro, he pensado si todas esas cosas serían para más personas de las que la sociedad ha catalogado "sin techo", una especie de tienda ambulante para ir cubriendo débilmente alguna de sus múltiples carencias.
Las palomas seguían en el tejado. Algunas, hechas un ovillo, descansaban. Otras acicalaban su plumaje con el pico. Las había por el suelo picoteando todo lo comestible que encontraban a su paso. Observándolas, he descubierto donde es posible que pasen sus noches, ya que las he visto salir y entrar de unos enormes cipreses que hay en el jardín. Las más osadas, en sus copas, se dejaban balancear por la brisa que los mecía.
Pasado un buen rato, he entrado en la Biblioteca. Ha habido suerte. El libro que deseo me está esperando en su estante. A ver si soy capaz, esta vez, de terminarlo antes de la fecha de devolución.
Las mesas de la Biblioteca están ocupadas por estudiantes que, entre libros, preparan su futuro. Pienso en los de afuera, ¿lo tienen...?
Con el libro de León Felipe recostado sobre mi pecho (pesan lo suyo 1360 páginas) atravieso de nuevo el jardín, doy mi última mirada a las palomas y a sus compañeros de estancia. Me gustaría poder ayudarles, hacer algo por ellos. Pero hay cosas que se escapan de nuestras manos. Ellos, sin saberlo, han hecho algo por mí. Han conseguido que minimice mis preocupaciones, que me sienta una privilegiada por lo que poseo: familia, casa, amigos...Y doy gracias.
De vuelta al bullicio de las calles y parada en un semáforo, compruebo con satisfacción que mi alma se está sacudiendo de la polvareda que ha encontrado al final del tobogán.
Voy a seguir mi marcha. El semáforo está en verde.
Maat
2 comentarios:
Es muy interesante lo que escribes y me gusta la forma en lo que haces.
De la misma forma comparto la idea de disfrutar los rayos del sol.
Un saludo.
Maat
Las palomas tienen algo especial. Yo las encuentro por las mañanas, camino del trabajo. Se contonean felices en un parquecito del centro. Pan, piquito de agua en cualquier rinconcillo y al sol.
No sé por qué los humanos cuanto más tenemos y más inteligentes somos, más pobres y torpes nos volvemos.
Yo no tengo tele; hace años que no sé de qué va. Un día, dije que se acabó, así es que, leo el periódico, libros, escribo y salgo de blogs. Por eso, encuentro escritos tan reposados y sabios como los tuyos.
Un beso de paloma dormilona (ya se me cierran los ojos).
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